UN SEAT 1.500
I. Al principio fue el 600
Cuando le descubrió los ojos, ella vio, allí, aparcado delante de su casa, un seiscientos del mismo color verde que los arbustos del parque que había frente a la ventana de nuestro cuarto de estar. Una vez más la sorpresa no superaba la ilusión de ver la expresión de su marido mirándola a ella. Sabía que era el momento de actuar, con toda su pasión, para hacerle a él un regalo mucho más hermoso que el suyo. Unas lágrimas de alegría, un abrazo y un poco de bailoteo alrededor de ese pequeño artilugio que, de un golpe, le había hecho subir tantos peldaños en la escala de valores de las vecinas del barrio.
- Es para llevar a los niños a la Primera Comunión. ¿No querrías haber ido en el metro?
A mi padre siempre le gustaron las sorpresas y, como nunca había recibido una, se desquitaba dando a su mujer unos sobresaltos que ella no siempre entendía pero que siempre agradecía de la forma más adecuada al precio del regalo e, incluso, a veces, de todo corazón, como el día en que los Reyes trajeron la tele y la dejaron en la otra punta de la casa y no la encontró hasta pasadas las doce de la mañana. Ahí sí que le pilló desprevenida y casi, casi, se quedó sin saber qué decir o qué hacer.
- Es para que no tengas que ir a casa de la vecina a ver la boda de Fabiola.
El uno de mayo un fraile y una monjita de siete años cruzaron Madrid en su coche nuevo, con un alboroto quizá algo irreverente en un día en el que debían haber estado calladitos y quietos como ángeles. Pero eran demasiadas emociones. Mi hermano, que había berreado sin mesura alguna cuando le pusieron los calzoncillos caladitos que mi abuela le había comprado para ese día, gritaba loco de alegría y abrazaba a mi madre, demostrando así una capacidad de expiación que me produjo una enorme tranquilidad al espantar en mí el temor de que su comunión pudiera ser sacrílega ante el indudable pecado de rebelión cometido por culpa de los dichosos calzoncillos caladitos.
Nuestro hermano mayor sacó la máquina de fotos de su funda de cuero con toda la lentitud que pudo, sin duda para que alguien le concediese siquiera un momento de atención en ese día en que sus hermanos, pequeños pero siempre sabihondos, acaparaban la de todos los cotillas que rodeaban el seiscientos verde y veían salir sus cabecitas, con y sin capucha, con y sin libro de oraciones, juntos, separados y con su mamá, de la ventanilla delantera.
Disfrutamos mucho con el seiscientos, incluso hicimos un servicio a la patria con él meses después cuando un tío mío, padre de familia numerosa y poseedor de otro de color blanco, recibió el encargo del Coronel Jefe de algún departamento del Ministerio del Aire, Marina o Tierra, de seguir a unos personajes que iban a llegar a Barajas con no sé qué intenciones subrepticias, a juicio del Coronel, claro está, con el fin de averiguar su destino final. Allá fuimos las dos familias, cada una en su seiscientos, los mayores disimulando haber ido al aeropuerto a que los niños viéramos los aviones por la cristalera. Nosotros, ajenos entonces a los vericuetos del espionaje en el que participábamos, mirábamos los aviones y oíamos hablar en inglés por primera vez en nuestras vidas por los altavoces. Repentinamente, mi padre y mi tío nos empujaron hacia los coches, con cara de pocos amigos, mientras mi madre y su hermana nos agarraban fuertemente de las muñecas y, musitando alguna jaculatoria, nos metían en los coches que ellos ya habían arrancado. Delante, un mercedes deportivo, impresionante para todos, blanco, creo, con tres personas dentro con pinta de extranjeros, arrancó a toda velocidad dejando atrás, al poco, a los dos cuñados a pesar de que los motores de los humildes seiscientos habían alcanzado su récord de velocidad. Mi tío paró el coche en la cuneta y mi padre el suyo detrás. Mientras el primero gritaba todas las palabrotas de su repertorio andaluz, mi padre se doblaba de risa en sus propias barbas.
- ¡Cuñado, de esta te dan la de sufrimientos por la patria!
(…)
11 comentarios:
Jajajajaj y al final los extranjeros eran personajes sospechosos o no?
Amranta: la verdad es que nunca lo supe a ciencia cierta pero el "Régimen" no se hundió y a mi tío no le abrieron consejo de guerra. Quizá sólo es una de las innumerables fábulas de mi madre...
Mi padre tuvo una no muy larga pero sí aprovechada serie de seiscientos, y nunca superó esa etapa inicial. Murió siendo propietario de uno, creo. Era un conductor estupendo y ahora se me parte el corazón pensando que, aparte de un Citroen Pato, creo, que tuvo antes de la guerra y que le confiscaron las autoridades franquistas, nunca condujo otra cosa que aquellos heroicos seiscientos que trabajosamente alcanzaban los noventa por hora y que se calentaban subiendo los puertos, cargados de niños.
Toda mi infancia, o sus momentos más memorables, transcurrió a bordo de un seiscientos o en torno a él. Entrábamos inverosimilmente cuatro niños -los mayores ya no eran niños y no cabían- luego ya solo tres, y dos padres en aquel aparato diminuto y los viajes eran una aventura interminable y maravillosa, diez o doce horas para llegar al Cantábrico, cuatro o cinco a Ávila o a Salamanca, no menos de dos para Segovia o Toledo. En un seiscientos le tomé para siempre gusto a viajar, ir viendo pasar el mundo desde las ventanillas abiertas, el viento en la cara, el mínimo espacio sudoroso y apretujado felizmente compartido y venga de cantar, de hablar, de reirse y de mirarlo todo. Ni videoconsolas, ni películas, ni leches: ni una mala radio. El gusto del viaje por el viaje mismo, que no era un paréntesis fastidioso entre estar en dos sitios, sino una estancia en sí, feliz y aventurera, sin ninguna prisa por llegar. (Véase el estupendo post de Lansky de hoy,
http://www.lansky-al-habla.com/2008/04/entremedias.html
Pues mis padres nunca tuvieron un 600, sino un 4L, en el que con 5 niños emprendían viajes similares a los que cuenta Vanbrugh. Los veranos, madrugones para ir de Madrid a San Sebastián, con parada para almorzar en Burgos y llegada ya de noche. El pobre renault murió subiendo Pajares, RIP. Luego vino, eso sí, el 1500 que, en mis recuerdos brumosos, se me aparece como un coche inmenso.
También a veces nos llevaban, siempre en domingo por la mañana, a Barajas para ver los aviones desde la cristalera. Con qué espectáculos nos entreteníamos los niños de entonces. En cambio, ni mi padre ni ningún tío fueron requeridos para hacer de espías al servicio del Estado, al menos que yo sepa. En fin, evocador este post.
PS: Veo que no te decides a suprimir la verificación de palabra (en mi blog, vanbrugh te explicó detalladamente cómo hacerlo). Un beso.
Gusana ¿existes?
Ya está, te ha metido en la cárcel el CGPJ por mirar internés en horas de trabajo.
Estimado señor Don Júbilo Matinal:
Hece ya unos días que le escibí a usted un mensaje de correo en el que le daba cumplida cuenta de las razones de mi ausencia internáutica y le proponía una cita para tal día como hoy miércoles. Espero que no lo haya leído usted porque ni suponer quiero ¡oh mísera de mí o infelice¡, que lo haya ignorado adrede.
En fin, revise sus mensajes señor Matinal y vaya espabilando porque no crea que van facele propuestes como estes tos les díes y pa´ncima no ta una pa que-y den calabaces. (Dígoselo n´asturianu que suéname más ordinariu y poque préstame falalu)
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Beso y buen puente.
Cómo jode a veces no compartir ciertas cosas con los de tu generación. ¿600, dos CV? Mi padrastro iba de duro (no lo era, ahora lo sé, sólo era un abusón, pero no con mi madre) y por tanto tenía moto, una peugeot 250 a veces son sidecar es la que más recuerdo. Una vez se pegó una hostia cuando venía de visita de fin de semana al pueblo de veraneo de montaña donde nos tirábamos mi madre y yo casi tres meses. Contó que se le cruzó una gallina y con la arenilla del arcen...Mi madre miraba preocupada su codo y sus rodillas, pero yo le pregunté, con las manos en los bolsillos tentando mi sapo, "¿y qué le pasó a la gallina?" Me pegó una hostia.
Me gusta tu blog, magistrada; mucho más acogedor que los juzgados.
Genial la historia, magistrada.
Qué bueno, un fraile con calzoncillos calados ¡Y poner a dos seiscientos a hacer carreras con un mercedes! ¡Ni sumándolos!
Cuando veo alguno por la calle (todavía queda algún nostálgico por mi barrio) me parece mentira que hubiera gente capaz de llegar hasta París en 600 (como bien puede atestiguar Vanbrugh)
Preciosa, por cierto, su evocación de los viajes familiares. ¿para qué hacía falta la radio, si se podía cantar? Ahora nos parecería un potro de tortura pasar una hora en un coche así, y entonces era la gloria bendita echar 12 horas en llegar a Santander. ¿Y cuando se rompía un manguito? ¿O cuando hervía el agua del radiador, y había que esperar hasta que dejaba de humear el motor?
En una de esas averías tuvieron que pernoctar en Orense, mis padres, de vuelta de Galicia, y durante muchos años conservaron la amistad con Fortes, el mecánico que arregló bondadosamente el 600 en un domingo de verano, y aún les obsequió con una botella de aguardiente hecho por él, que fue la primera de otras que nos siguió mandando de regalo, con regularidad. Benditos tiempos.
Querida Magistrada: ¿cómo no nos dejaste descubrir antes estas maravillosas hiostorias de tu blog? voy a buscar tiempo para leerlos todos con pelos y señales. Rezuman recuerdos casi ancestrales pero verdaderos.
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