viernes, 6 de junio de 2008

¿Es mi padre un asesino?

¿Es mi padre un asesino?

En una sucia cuneta de la carretera de Andalucía apareció un cadáver de mujer. Su puño cerrado asía con fuerza la cédula de identificación fiscal obligatoria de un vehículo: Seat 1.500, matrícula 662.569, color gris marengo, año 1968. Parecía tener unos cuarenta años y era una fulana callejera que “hacía” la zona centro de Madrid y compartía con otra un cuartucho inmundo en una de las calles traseras de la Gran Vía. La habían apuñalado varias veces y, además, le habían volado el cráneo con una escopeta de perdigones. Los ojos abiertos parecían clavados en lo que había visto por última vez, el nombre que figuraba escrito en la cédula del coche en el que la estaban matando. Ella agarró con fuerza la única pista de su asesino.

Después de varias horas de espera sonó por fin el teléfono.

- Le habla el Juzgado. Se pone el detenido. Les estamos escuchando.

Mi madre tuvo que sentarse para escuchar la voz serena de mi padre. Le estaban haciendo unas preguntas sobre la muerte de una mujer. Parecía que la habían matado en su coche, debían haberlo robado durante la nevada. Tranquila, en seguida se va a aclarar todo. No digas nada a tus padres ni a mi madre. Llama a tus hermanas, tienen que saber lo que hay.

Salió a la terraza para recuperar la respiración. Estaba segura de su inocencia, sabía que era un buen hombre y que su único afán era el de ser aceptado como uno más en la sociedad burguesa y tradicional que ella y su familia representaban aunque, como superviviente de la escuela republicana, fuera un poco rojo a veces. Pero sólo de puertas para adentro, cuando evocaba, en la intimidad del dormitorio, el internado de niños piojosos en el que se había criado y los tristes destinos de algunos de sus compañeros, la cárcel, el exilio, una sucia barbería en el barrio de Tetuán y también el desprecio de los señoritos y la vergüenza de su madre sin marido. Pero él quiso siempre prosperar y ser uno de esos gomosos hijos de papá que se paseaban por la Castellana con los skys al hombro y veraneaban y se sentaban en las terrazas a tomarse una leche merengada, quizá se imaginaba hijo legítimo de su padre, miembro de esa familia de marinos ilustres, ministros, amigos de Franco. Estudió por las noches cuando volvía de ese trabajo en el que había empezado con trece años, en plena guerra. Hizo el examen de Estado vestido de soldado y se animó a estudiar una carrera con libros prestados. Quería llevar a su madre un título universitario, unos zapatos hechos a medida, un coche grande. La quería profundamente y ella a él, los dos tan parecidos, cuatro ojos de un azul intenso que habían llorado tantas veces a la vez. Por eso no era posible que hubiera tirado todo por la ventana, ahora que las cosas parecían rodar hacia el destino que tan duramente había ido dibujando. Estaba segura, pero qué ironía que fuera precisamente él quien se veía envuelto en la muerte de una asquerosa fulana de arrabal.


Llamó enseguida a sus hermanas, una casada con un juez, con un militar la otra. La ley y el orden, los apellidos dobles, la buena educación. Su marido necesitaba su apoyo, pero no para sacarle del apuro, para eso bastaba su honradez, sino para sentirse respetado, aceptado, querido. Uno de ellos.

El cuñado juez se desplazó a toda prisa desde la capital de provincia cercana a Madrid en la que había alcanzado su puesto en la Audiencia, en otro 1.500 para hablar con su colega de guardia esa noche en las Salesas. Menudo asunto. Pero sabía que no podía fallarle. Se conocieron haciendo la mili y luego se casaron con las dos hermanas, hijos únicos los dos, hermanos ahora. ¿Cómo se quiere a un hermano? ¿Se puede, por uno, pedir un trato de favor a un compañero, a un Juez? Deseaba con todas sus fuerzas que, para cuando él llegara a Madrid, ya se hubiera aclarado todo por no tener que elegir entre su carrera y su corazón.

El militar, por su parte, precavido y asombrado. ¿Sería posible que su cuñado tuviese una doble vida, que estuviese metido en ese submundo de mala muerte? Es verdad que a veces era un poco de la cáscara amarga pero de ahí a matar a una fulana había un gran trecho. ¿Y si se enterase el Almirante? Deseaba aún con más fuerza que todo se aclarase para no tener que justificarse ante sus compañeros en la Sala de Oficiales.

Las dos hermanas se hicieron cargo de la situación, como siempre, dejando que mi madre se abandonara a la autocompasión, un poco forzada esta vez.

- Hala, los niños a la cama, que estamos hablando los mayores.
- Es que a papá le han robado el coche y por eso llora tu mamá pero en seguida se va a arreglar todo. Hala, a dormir.

Ni que decir tiene que mis hermanos y yo sabíamos que pasaba algo y gordo, si no ¿por qué estaban los tíos en casa? ¿Por qué mi madre no me había regañado al ver el babi del cole manchado de tinta china? Algo se estaba cociendo y a nosotros nadie nos decía nada. Mientras mis hermanos obedecían confortados con las explicaciones, yo me escondí tras la puerta para escuchar. No entendía lo que ocurría pero mi madre lloraba y no era por el coche. ¿Se habría muerto mi padre? ¿Se habría marchado de casa para siempre?