viernes, 9 de mayo de 2008


Y Llegó el 1.500.

Mi padre fue a un juicio a Tomelloso con Don Martín, uno de sus mejores clientes, en el 1.500 que había comprado el buen señor una semana antes. En el asiento del acompañante disfrutaba del amanecer dejándose transportar a algún día lejano cuando aún su madre se atrevía a llevarlo a ese otro pueblo de la Mancha unos días en verano, cuando aún no había llegado la guerra y tras ella el cura que no admitía a los hijos de soltera en Misa y él no era más que el chico de la Agustinilla, el madrileño. Trigo, ovejas, calor, moscas, boinas y pañuelos de cuadros atados con cuatro nudos, como entonces.


Cuando terminó de informar, en aquel juicio sin importancia, tenía tanto calor bajo la toga, que rogó un vaso de agua. El agente judicial, arrastrando indolente sus pies hacia el estrado, le acercó el botijo con agua fresquita.

- Con la venia de Su Señoría.- Mi padre siempre respetuoso con las formas.

Alzó con garbo el botijo y bebió un buen trago de agua anisada mientras el Juez hacía gestos de comprensión y hastío.

Al terminar, él y Don Martín esperaron a que hicieran sombra las casas de la acera de enfrente a la del Juzgado para salir y luego, andandito despacio por una calle larga, blanca y desierta, se fueron a comer a la fonda. Conejo, duelos, migas y berenjenas. Y un vino de Valdepeñas, o de donde quiera que fuese, que sólo bebía Don Martín y que en la sobremesa se mezcló con un poco de coñá y un poco después con otro poco más.

Mi padre contaba después que estuvo casi todo el tiempo dando vueltas en su cabeza a si sería capaz de conducir el coche para que el otro durmiese la mona, o para que no se matasen. Pero, claro, el 1.500 tenía las marchas al volante y era tan, tan grande que no se atrevió a acometer la aventura. Unas horas más tarde de lo previsto pudo sacar a Don Martín de la fonda para ponerse en carretera hacia Madrid.

La noche pareció llegar más temprano que nunca, mi padre, sin dejar de hablar para que el otro no se durmiese, no veía el momento de llegar. En la cuneta, un poco más allá de Puertolápice había un camión averiado. El conductor había encendido una hoguera al lado para llamar la atención de los conductores. Don Martín no entendió el aviso y empotró el coche bajo el camión. Mi padre, ante la inminente hecatombe, intentó proteger su cabeza con el brazo de forma y el omega se le incrustó en la frente.

Mi madre salió al balcón para verle llegar: ¿vendría medio muerto?


La Guardia Civil le trajo a casa. El cabo le puso como pudo el sombrero sobre la cabeza ensangrentada y le acompañó al portal.

- Suerte

- Muchas gracias, agente, para servirle -Apenas conservaba una línea de voz, pero, como siempre, fue respetuoso con las formas.

A la mañana siguiente los tres hijos fuimos entrando en el dormitorio para ver a mi padre que, hecho una ruina, vendado y dolorido, estaba metido entre las sábanas de hilo que nunca se habían estrenado porque no había habido ocasión de lucirlas ante las visitas.

El mayor, sólo ocho años.

-Mamá, si papá se muere no podré ir más al colegio y tendré que ponerme a trabajar. Como soy el mayor…

El segundo, seis.

- ¡Jo, que torta! Y ¿tú por dónde ibas? ¿y cómo ha quedado el coche?

La pequeña, medio llorando, abrazada a él.

- ¿Te duele?

El primer día que pudo levantarse de la cama fue para salir a recibir a Don Martín porque mi madre no quiso ni siquiera abrirle la puerta. Le traía un Omega nuevo. De oro. Un mes después se murió, no sé si de resultas del accidente, del disgusto o del Valdepeñas y no vio estimada esa demanda cuya defensa había resultado tan cara.


Unos días después, cuando mi padre pudo salir a la calle, lo primero que hizo fue encargar un 1.500 porque si llegan a ir en el 600, decía siempre, no lo cuentan.

Y es verdad que era muy grande. En el asiento corrido de delante iba el mayor entre mis padres. En el de atrás, todos apelotonados, la abuela, la tía, más niños.

La primera nevada de invierno cubrió los coches de todo el Barrio de la Concepción, así que esa mañana mi padre tuvo que coger un taxi para ir a trabajar. Ya intentaría arrancar el 1.500 después de comer.

Estábamos con los filetes rusos cuando sonó el timbre de la puerta. Abrió la Rufi y, al poco, entró al comedor:

- Preguntan por el señorito. Son dos y uno me ha enseñado una galleta.

Era la Policía; enseñaron a mi padre la placa.

- ¿Dónde está su coche? Acompáñenos. Ahora mismo. Coja el sombrero y el abrigo, la documentación.

El 1.500 no estaba donde había quedado aparcado la tarde anterior. Mi padre no tenía explicación alguna. Los policías cruzaron la mirada.

- Ha habido un asesinato. Queda detenido.

- Y no vuelva a decirnos que es usted abogado.


(…)