Los ojos de Agustina
Los
Ojos del Guadiana estaban más secos que en otros años, la cosecha de trigo
había sido mala y los negocios ganaderos emprendidos con un socio de dudosa
honradez habían acabado con el exigencia de un importante aval prestado y la consiguiente
ruina del padre de Casilda y Agustina. El hombre murió acabado el verano de una
apoplejía repentina, dejando a la viuda a merced de las decisiones de sus
hijos, dos tarambanas con más ganas buscar fortuna en América que de reflotar la economía doméstica
a base de duro trabajo en el campo para dar amparo a su madre y las dos
hermanas pequeñas. El hijo mayor, desde que había cantado misa, se había
desentendido de la familia para instalarse cómodamente en una parroquia no
demasiado lejana pero sí lo suficientemente modesta como para no poder dar de
comer a más de una persona. La segunda hija, se había marchado unos años antes
a Barcelona después de casarse repentinamente con un viajante de hilaturas que
había quedado seducido por su espectacular belleza y al que había conocido en
la fonda de Tomelloso cuando ella aprendía el oficio de modista en la escuelita
regentada por la esposa del dueño.
Así
que lo poco que quedaba se malvendió y la madre y las hijas se instalaron en
una pequeña buhardilla de Madrid sin más porvenir que el que pudieran labrarse
dos jovencitas analfabetas, criadas como señoritas, cuya madre pasaba los días
recostada en un jergón sumida en una estado de desesperación y tristeza del que
apenas lograban sacarla para que diera unos sorbos a una sopa de berzas.
Un
lejano primo, que trabajaba como limpiabotas en la Puerta del Sol, las acompañó
una tarde a la puerta trasera del Casino de Madrid para pedir trabajo al
encargado de cocina, quien, a juzgar por los aires que se daba y las propinas
que dejaba cuando le lustraban las botas, debía mandar más que el Conde de
Romanones. La robusta belleza de Agustina fue la credencial que logro que fuera
contratada casi de inmediato para ejercer un oficio no determinado pero que
comprendía labores tan dispersas como limpiar servicios o hacer la manicura a
alguno de los socios. Eso sí, el encargado le impuso la obligación de aprender
a leer, en aplicación directa de sus ideas masónicas de progreso y fraternidad.
Casilda,
que por su destinada desde pequeña a la
sobra del hogar y al cuidado de su madre, salía por la mañana a buscar en los mercados algún sobrante barato con que
componer la escasa olla diaria y por la tarde ayudaba un poco en casa de una
vecina ciega que había sido maestra de joven y que prestó a las dos hermanas
unas cartillas escolares de modo que cada noche, las dos hermanas emprendieron,
con mucho esfuerzo y sin método alguno, la difícil tarea de descifrar las
palabras escritas, practicando a la luz de un miserable cabo de vela.
Muy
pronto Don Carlos, uno de los socios más activos del Casino, se encaprichó de
Agustina y comenzó a rondarla con zalamerías impropias de un hombre de
cincuenta años pero lo suficientemente efectivas como para conseguir que la
chica cayera en sus brazos unos días después de que su madre hubiera aparecido
aplastada contra el pavimento de la calle de las Huertas después de haberse tirado de lo alto de la azotea
llevada por la desesperación.
El primer regalo que Don Carlos hizo a Agustina no fue un corte de vestido ni unos zapatos de tafilete, sino un tomo de los Episodios Nacionales de Galdós, en rústica y con el lomo de piel que fue seguido de otros hasta completar la Primera y Segunda Serie y que fueron unos de los pocos objetos que Agustina pudo conservar cuando, tras la repentina muerte de Don Carlos, tuvo que vender todo lo que tenía para sacar adelante a dos niños a los que su padre ni siquiera mencionaba en su testamento.
La edición era de los Sucesores de Hernando y había sido hecha en 1917 en Madrid, donde aún Benito Pérez Galdós habría de habitar en los mismos escenarios en los que transcurría la galdosiana historia de Casilda y Agustina.
No estaban los libros dirigidos al público lector español sino que, como se indica en las últimas páginas de uno de sus tomos "Por concesión especial del autor se han hecho estas ediciones, para uso de los escolares ingleses de las cátedras de lengua española. Al texto español, escrupulosamente reproducido, siguen copiosas notas en inglés, que aclaran todos los puntos gramaticales obscuros así como los modismos y locuciones provinciales."
Probablemente el destino didáctico de la edición pasó desapercibido a Don Carlos pero lo cierto es que esos tomos constituyeron para Agustina no sólo el inicio de una sólida afición a la lectura de novelas sino también su única fuente de conocimiento de la historia de esa España de la que ella ignoraba que Túbal fue su primer poblador.
El primer regalo que Don Carlos hizo a Agustina no fue un corte de vestido ni unos zapatos de tafilete, sino un tomo de los Episodios Nacionales de Galdós, en rústica y con el lomo de piel que fue seguido de otros hasta completar la Primera y Segunda Serie y que fueron unos de los pocos objetos que Agustina pudo conservar cuando, tras la repentina muerte de Don Carlos, tuvo que vender todo lo que tenía para sacar adelante a dos niños a los que su padre ni siquiera mencionaba en su testamento.
La edición era de los Sucesores de Hernando y había sido hecha en 1917 en Madrid, donde aún Benito Pérez Galdós habría de habitar en los mismos escenarios en los que transcurría la galdosiana historia de Casilda y Agustina.
No estaban los libros dirigidos al público lector español sino que, como se indica en las últimas páginas de uno de sus tomos "Por concesión especial del autor se han hecho estas ediciones, para uso de los escolares ingleses de las cátedras de lengua española. Al texto español, escrupulosamente reproducido, siguen copiosas notas en inglés, que aclaran todos los puntos gramaticales obscuros así como los modismos y locuciones provinciales."
Probablemente el destino didáctico de la edición pasó desapercibido a Don Carlos pero lo cierto es que esos tomos constituyeron para Agustina no sólo el inicio de una sólida afición a la lectura de novelas sino también su única fuente de conocimiento de la historia de esa España de la que ella ignoraba que Túbal fue su primer poblador.