miércoles, 16 de mayo de 2012


Los ojos de Agustina


Los Ojos del Guadiana estaban más secos que en otros años, la cosecha de trigo había sido mala y los negocios ganaderos emprendidos con un socio de dudosa honradez habían acabado con el exigencia de un importante aval prestado y la consiguiente ruina del padre de Casilda y Agustina. El hombre murió acabado el verano de una apoplejía repentina, dejando a la viuda a merced de las decisiones de sus hijos, dos tarambanas con más ganas buscar fortuna en  América que de reflotar la economía doméstica a base de duro trabajo en el campo para dar amparo a su madre y las dos hermanas pequeñas. El hijo mayor, desde que había cantado misa, se había desentendido de la familia para instalarse cómodamente en una parroquia no demasiado lejana pero sí lo suficientemente modesta como para no poder dar de comer a más de una persona. La segunda hija, se había marchado unos años antes a Barcelona después de casarse repentinamente con un viajante de hilaturas que había quedado seducido por su espectacular belleza y al que había conocido en la fonda de Tomelloso cuando ella aprendía el oficio de modista en la escuelita regentada por la esposa del dueño.



Así que lo poco que quedaba se malvendió y la madre y las hijas se instalaron en una pequeña buhardilla de Madrid sin más porvenir que el que pudieran labrarse dos jovencitas analfabetas, criadas como señoritas, cuya madre pasaba los días recostada en un jergón sumida en una estado de desesperación y tristeza del que apenas lograban sacarla para que diera unos sorbos a una sopa de berzas.

Un lejano primo, que trabajaba como limpiabotas en la Puerta del Sol, las acompañó una tarde a la puerta trasera del Casino de Madrid para pedir trabajo al encargado de cocina, quien, a juzgar por los aires que se daba y las propinas que dejaba cuando le lustraban las botas, debía mandar más que el Conde de Romanones. La robusta belleza de Agustina fue la credencial que logro que fuera contratada casi de inmediato para ejercer un oficio no determinado pero que comprendía labores tan dispersas como limpiar servicios o hacer la manicura a alguno de los socios. Eso sí, el encargado le impuso la obligación de aprender a leer, en aplicación directa de sus ideas masónicas de progreso y fraternidad.
Casilda, que por su  destinada desde pequeña a la sobra del hogar y al cuidado de su madre, salía por la mañana a buscar  en los mercados algún sobrante barato con que componer la escasa olla diaria y por la tarde ayudaba un poco en casa de una vecina ciega que había sido maestra de joven y que prestó a las dos hermanas unas cartillas escolares de modo que cada noche, las dos hermanas emprendieron, con mucho esfuerzo y sin método alguno, la difícil tarea de descifrar las palabras escritas, practicando a la luz de un miserable cabo de vela.


Muy pronto Don Carlos, uno de los socios más activos del Casino, se encaprichó de Agustina y comenzó a rondarla con zalamerías impropias de un hombre de cincuenta años pero lo suficientemente efectivas como para conseguir que la chica cayera en sus brazos unos días después de que su madre hubiera aparecido aplastada contra el pavimento de la calle de las Huertas después de haberse tirado de lo alto de la azotea llevada por la desesperación.












El primer regalo que Don Carlos hizo a Agustina no fue un corte de vestido ni unos zapatos de tafilete, sino un tomo de los Episodios Nacionales de Galdós, en rústica y con el lomo de piel que fue seguido de otros hasta completar la Primera y Segunda Serie y que fueron unos de los pocos objetos que Agustina pudo conservar cuando, tras la repentina muerte de Don Carlos, tuvo que vender todo lo que tenía para sacar adelante a dos niños a los que su padre ni siquiera mencionaba en su testamento.


La edición era de los Sucesores de Hernando y había sido hecha en 1917 en Madrid, donde aún Benito Pérez Galdós habría de habitar en los mismos escenarios en los que transcurría la galdosiana historia de Casilda y Agustina.








No estaban los libros dirigidos al público lector español sino que, como se indica en las últimas páginas de uno de sus tomos  "Por concesión especial del autor se han hecho estas ediciones, para uso de los escolares ingleses de las cátedras de lengua española. Al texto español, escrupulosamente reproducido, siguen copiosas notas en inglés, que aclaran todos los puntos gramaticales obscuros así como los modismos y locuciones provinciales."




Probablemente el destino didáctico de la edición pasó desapercibido a Don Carlos pero lo cierto es que esos tomos constituyeron para Agustina no sólo el inicio de una sólida afición a la lectura de novelas sino también su única fuente de conocimiento de la historia de esa España de la que ella ignoraba que Túbal fue su primer poblador. 

domingo, 6 de mayo de 2012

EL PRIMER POBLADOR


EL PRIMER POBLADOR DE ESPAÑARA Tibro de historia tamboriñas, civerencia y saludo al rey de partes de Jescuristo, y se ignora en queun carro

(Agradezco a mi amigo Vanbrugh su evocadora y reconfortante entrada sobre sus libros, que me ha recordado que una vez tuve un blog y me ha animado a escribir esta entrada sobre mis más viejos y queridos libros, con la esperanza de que alguno de mis hijos la lea y se apiade de ellos cuando llegue la hora de la quema)



Susana vivía con sus padres y un hermano pequeño en un oscuro segundo piso de la calle Amaniel. Había sido admitida en la escuela de las Comendadoras de Santiago después de que su padre, Faustino, hubiera prestado a las monjas todo tipo de pequeños servicios y realizado para ellas multitud de componendas al amparo de su uniforme de guardia municipal. Las monjas consideraron provechoso tener de su lado a un representante de autoridad que vivía a la vuelta del convento y era respetado por el vecindario, y como la niña era guapa y modosa y sabía ya leer y coser, permitieron que entrara como alumna de caridad unas semanas antes de la visita de Alfonso XIII y la prepararon para que hiciera la reverencia y saludo al rey en nombre del resto de niñas pobres, olvidando el inconveniente de que su madre fuera peinadora a domicilio, oficio ligeramente sospechoso a los ojos de la superiora quien pensaba que lucir una hermosa cabellera era casi un pecado mortal sólo cometido por mejores de dudosa reputación. En todo caso, la estricta separación entre las hijas de los Caballeros de Santiago y de otras familias nobles que se educaban en el convento y las niñas del barrio que integraban la escuelita  benéfica daba a las monjas una cierta libertad para admitir entre sus cuatro paredones a quien les daba la gana y más les convenía.
Un año después, a la vista de su aprovechamiento en las lecciones de historia sagrada y de su aplicación en la lectura de vidas de santos, consideraron las monjas que Susana podía dar un paso más en su formación, superando al resto de las niñas, y sugirieron a su padre que comparara para ella el libro de Historia de España de Saturnino Calleja. Antonia, la madre, no veía con buenos ojos el gasto que el libro suponía para la apretada economía doméstica pero Faustino la convenció con los argumentos de que la niña tenía maneras y porte de señorita y necesitaba una buena educación para aspirar a un matrimonio conveniente y que, en todo caso, el libro habría de servir para la instrucción de su hermano pequeño, el único de los tres varones que había sobrevivido a la difteria y que, como Susana, parecía haber nacido con el don de entender y disfrutar la palabra escrita.
     Tres semanas antes de cumplir los doce años, Susana recibió de manos de su padre el libro de historia, comprado en la librería de Juan Herrera de la calle San Bernardo. En el dorso de la portada escribió, con tanto orgullo como esmerada caligrafía:
Historia de España
para uso de
Susana Martín
día 11 de Octubre de 1908”

Y, bajo el texto, pegó una calcomanía de un niño tocando el tambor. 



     Casi setenta años después, y para regocijo general de sus nietos, aún era capaz de responder al pie de la letra a la pregunta con la que se iniciaba la primera lección de su libro de historia:

“P. ¿Quién fue el primer poblador de España?”

Sin menor asomo de duda sobre la veracidad de la respuesta, Susana contestaba:

“R. Túbal, hijo de Jafet y nieto de Noé, se supone que fue el primero que vino a  España en el siglo XXII antes de Jesucristo, y se ignora en qué punto fijó su residencia”.  

     Pero no era esta primera pregunta la que Susana prefería recordar de su libro, sino que los párrafos que con más cariño le gustaba repasar eran los que recogían de forma heroica los mismos sucesos del dos de mayo en Madrid que ella había oído relatar alguna noche a su bisabuela y cuyas huellas permanecían a escasos metros de su casa. Que hubieran sido sus conciudadanos quienes echaron a los franceses, afirmaba en ella un orgullo de madrileña que en su larga vida nunca disminuyó, a pesar de que su madre la hubiera parido en el patio de la carnicería que por entonces tenían sus abuelos en Carabanchel. 


   




       Ese mismo otoño, en una maloliente buhardilla de la calle de las Huertas, Agustina y su hermana Casilda aprendían a leer a la luz de una vela más raquítica que cualquiera de las que hubieran iluminado los cuartos de los gañanes en la casa de su padre después de un día de siega.


(Continuará…)