martes, 30 de diciembre de 2008

Emitir una opinión sobre la multa que se ha impuesto al juez Tirado desde la perspectiva de la relación de su conducta con la muerte de la niña Mary Luz constituye un error grave desde el punto de vista jurídico puesto que la relación causa efecto no está, ni de lejos, establecida, basta con razonar que, hoy por hoy, del Valle aun no ha sido juzgado y mucho menos condenado por ese asesinato por lo que, en todo caso, le asiste la presunción de inocencia y existe la posibilidad (parece que remota dada su inicial confesión) de que, finalmente, sea exculpado. Sin embargo no puede dejar de abordarse el tema en el contexto en que han surgido las cosas puesto que la opinión pública, capitaneada, como no podía ser de otra forma, por el padre de la niña, razona que si el supuesto asesino hubiere estado en la cárcel, como debía, en cumplimiento de una condena anterior por un delito de igual naturaleza, la posibilidad de volver a delinquir se hubiera neutralizado, y este razonamiento no es ningún absurdo puesto que, como cualquier estudiante ha aprendido en el primer curso de derecho, una de las finalidades clásicas de la pena de privación de libertad es la de impedir la reiteración de conductas delictivas en un periodo determinado y concreto de tiempo puesto que la encarcelación no constituye un castigo o venganza social sino que ha de tender a la consecución de objetivos convenientes para la evitación del “mal”, uno de los cuales es el apartamiento del delincuente del ámbito del delito durante el tiempo que se considera conveniente y a lo cual deben aplicarse los jueces con el mayor interés. No en vano la Constitución Española encomienda al Poder Judicial no sólo la función de juzgar sino también, y en plano de igualdad semántica, la de hacer ejecutar lo juzgado, lo que otorga carta de naturaleza a la evidencia de que las leyes penales no cumplirían su vocación pacificadora de la sociedad si las condenas no se llevan a cabo en toda su integridad y en los plazos y con las garantías que resulten acordes a su naturaleza. Pues bien, desde este punto de vista, el hecho de que una sentencia penal no haya sido ejecutada o, al menos no lo haya sido en tiempo razonable, constituye un estrepitoso fracaso del sistema judicial y pone de manifiesto la confusión que muchos jueces, y probablemente el órgano que los gobierna, tienen respecto a cuáles son sus funciones constitucionales, pues de nada vale establecer unos estándares de trabajo basados únicamente en el dictado de sentencias sin tener en cuenta la ejecución de las mismas de forma que resulta completamente descabellado considerar que un juez que juzga rápido y bien está cumpliendo, sólo con ello, la función que se le encomienda. La ejecución de la sentencia penal no puede considerarse como un proceso independiente y desligado de la función judicial que permita, desde esta perspectiva, trasladar la responsabilidad al Secretario o a la oficina judicial (al menos con las leyes procesales vigentes), sino que constituye el núcleo de la finalidad de las leyes penales y, por tanto, de la función del juez.

A la luz de todo lo expresado, la consideración de que la conducta del juez Tirado no encaja en el supuesto establecido, como falta muy grave, en el apartado 9 del artículo 217 de la LOPJ (“La desatención o el retraso injustificado y reiterado en la iniciación, tramitación o resolución de procesos y causas o en el ejercicio de cualquiera de las competencias judiciales) sino en el establecido en el punto 11 del artículo siguiente, como falta grave (El retraso injustificado en la iniciación o en la tramitación de los procesos o causas de que conozca el juez o magistrado en el ejercicio de su función, si no constituye falta muy grave) sólo sería comprensible si se considera que no hubo desatención (primero de los elementos diferenciadores de los dos preceptos) o que no existió reiteración en el retraso injustificado (segundo). Respecto del primero de estos elementos no hace falta comentario alguno puesto que creo que a nadie, ni siquiera al mismo juez interesado, se le ocurriría, so pena de ser acusado de cinismo grave o, directamente, de insensatez, sostener que no ha existido desatención pero la reiteración sí puede ser objeto de consideraciones diversas porque este concepto podría entenderse referido a la existencia de otras sanciones disciplinarias al mismo juez basadas en retrasos o desatenciones anteriores, situación que, según parece, no concurre en el caso de Tirado, pero podría también considerarse, y en mi opinión con mayor fundamento, como referido a la reiteración de tales conductas también en el ámbito de un mismo proceso de forma que la persistencia en el tiempo de la desatención o el retraso en la tramitación, más allá de lo establecido y razonablemente permitido, constituiría una evidente reiteración o, si se prefiere, un supuesto de incumplimiento continuado al que no puede dársele otro tratamiento que el de agravar el tipo respecto del retraso o desatención puntual. El Pleno del CGPJ ha acogido, sin duda, la primera de las interpretaciones para considerar que la conducta del juez no es reiterada y, en atención a ello, le ha sancionado por la comisión de una falta grave. Si esta decisión se fundamenta exclusivamente en intereses corporativos o no ha dado lugar a un debate de difícil solución porque no cabe duda de que la interpretación normativa, y en consecuencia la sanción impuesta, es jurídicamente correcta aunque pueda no ser compartida.

El Ministro de Justicia se ha apresurado a decir que hay que cambiar el régimen disciplinario de los jueces, y digo que se ha apresurado porque este anuncio se contiene en la misma entrevista en que acusa a los jueces de corporativismo, sin darse cuenta de que si, como él, sostiene la normativa disciplinaria es incorrecta, la decisión del Pleno, al adecuarse a la misma, estaría exenta del corporativismo de que se le acusa. Es decir, si hay que cambiar la LOPJ es porque, en su correcta aplicación, se ha obtenido un resultado inadecuado y, por ello debe ser corregida la norma pero, si lo ocurrido es que los jueces han actuado con fundamento exclusivo en el corporativismo ¿para qué habría que cambiarla?
No sería justo olvidar el contexto en que los acontecimientos han ocurrido y, en especial, la sobrecarga de trabajo en la mayoría de los órganos judiciales, situación que sirve, en este caso, para destacar el hecho sorprendente de que no se haya abierto expediente alguno a los Magistrados de la Audiencia de Sevilla que tardaron casi tres años en resolver el recurso interpuesto frente a la sentencia que, luego de ser confirmada, fue objeto del retraso en su ejecución en el juzgado de Tirado. Con la lógica del ciudadano cabe razonar que, de haberse resuelto el recurso en unos meses y no en tres años, del Valle habría podido ser encarcelado mucho antes. Pero es que lo que ocurre es que todos los que estamos, de alguna forma, relacionados con la administración de justicia, sabemos que el retraso y acumulación de asuntos es un mal tan arraigado en el funcionamiento de la administración de justicia que hasta forma parte de las, pudiéramos llamar, circunstancias eximentes de la responsabilidad personal de quienes se hallan a su frente y, como tal, forma parte de un modo de enjuiciar la conducta de los jueces que fluctúa del victimismo a la heroicidad. Pues bien, es en este contexto en el que los jueces “de a pie” aparecen por primera vez a través de variados mecanismos de protesta tales como un manifiesto de los Jueces Decanos, el envío masivo de mensajes al correo corporativo, la posibilidad de convocatoria de una huelga, así como el establecimiento de las inevitables comisiones de estudio y propuesta. Y entonces se les acusa de corporativismo, de reaccionar sólo ante la sanción a un concreto juez, de estar interesados en salvar la propia ropa por si a alguien pudiera ocurrirle lo mismo, de la autoprotección y de muchas otras cosas que ahora no puedo recordar.
Por mi parte las conclusiones están claras. Saquen ustedes las suyas.

martes, 18 de noviembre de 2008

un par de peldaños


Quiero dedicar lo que escribo a mi padre, Carlos, al cual no me atrevo a poner apellido dado el gran número de posibilidades a elegir; podría ser Sánchez, García, Vital o Salas, todos los que usó o debió usar, pero prefiero dejarlo así, por ahora. Y se lo dedico a él porque ahora que ha muerto no podrá sonrojarse.

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Para empezar por el principio, hay que remontarse a 1889, Atienza, Guadalajara. Una chiquilla de apenas 16 años está dando a luz en una pequeña choza sin más compañía que la de su marido, otro chiquillo como ella que está muy asustado, a pesar de haber visto a tantas cabras parir en el monte. Nadie puede venir a ayudarles porque la última nevada del año ha cubierto las puertas de todas las casas y casi la mitad de las ventanas, además es de noche, hay hielo y barro y algunos dicen que han visto al lobo. Ella no tiene madre, su marido tampoco, nunca la tuvo porque le abandonó al poco de nacer en aquellas salinas donde le encontró el que sería su suegro cuando pastoreaba las cabras a principios de un verano.

La chica se arregla sola, no llora, no grita, no mira a su marido. Se hace largo, muy largo. Cuando ya las fuerzas empiezan a fallar, siente unas intensas ganas de apretar. Ella misma coge al niño con las manos y tira de él. Está entero y parece sano. No es tan difícil, piensa la chiquilla, sin saber que su valentía, al correr la voz por la comarca, la convertiría en la partera de la comarca.

Él no quiere coger al niño, sólo la mira a ella, tan resuelta, tan tranquila que le parece que Dios se ha acordado de él por fin, la quiere, la quiere desde que tuvo uso de razón; desde que se casaron ya no había vuelto a tener miedo de la noche, ni de la pobreza, era lista como una ardilla y, ahora, era madre. A ella le parece que ese animalillo que aprieta en sus brazos tiene la piel blanquísima de su padre cuyo pelo rubio, casi albino y sus profundos ojos azules delataba que su origen estaba muy lejos de Atienza, quizá en la tierra de uno de esos militares que pasaron por allí camino a no se sebe qué guerra; los mira a los dos y sonríe satisfecha, ella también le ama aunque no sea capaz de poner nombre al sentimiento.

Después de ese hijo vinieron diez más, nueve varones, todos sanos y enteros, y una niña flaca y fea. El mayor era el más listo, aprendió a leer a la luz de una vela con las pocas indicaciones que daba el cura después de misa a un grupo de niños harapientos y mocosos, raquíticos por lo general y la mayoría incapaces de sujetar el lápiz con una sola mano.

Se llamaba Martín, Martín Salinas, era rubio, delgado, listo y rápido como un rayo, trabajador, serio y, sobre todo, ambicioso. Tenía pocos amigos porque no se fiaba de nadie, era tan espabilado para las cuentas que a los nueve años se lo llevó con él un vendedor ambulante de telas que le cargaba como a un burro y, sólo otros dos después, se fue a Madrid, con otro comerciante que se lo birló al primero llevándoselo una noche a todo el galope del que es capaz una mula mientras el otro dormía. En Madrid lo colocaron en un almacén de tejidos de un tío lejano del comerciante, en la calle Imperial. Como no le daban casi de comer y le trataban peor que a la mula, al cabo de unos meses se colocó en una tienda de ultramarinos en la lejana calle Amaniel en la que el dueño le permitía dormir bajo el mostrador, además de darle la comida y unos céntimos e, incluso, dejarle salir de paseo casi todos los domingos por la tarde después de sacar lustre al mostrador y al letrero que, en el chaflán decía: “El Abc”. Los dueños le tomaron afecto porque no robaba el género, trabajaba sin quejarse y vendía a tiempo lo que estaba a punto de estropearse.
Algún día tendré mi propia tienda –pensaba- traeré a mis hermanos y seré el amo.

En Madrid aprendía algo nuevo todos los días y veía cosas que casi nunca recordó después, fuera del episodio de la bomba de Mateo Morral que vio desde la esquina de la calle Mayor y que le dejó un recuerdo profundo de sangre y gritos y un primer sentimiento de sorpresa ante la evidencia de que había gente que se rebelaba contra el orden establecido. Al fin y al cabo, el rey era quien mandaba y eso, a él, siempre le pareció digno de todo respeto. El orden era lo más importante, el orden y la autoridad.
(Continuará…)

jueves, 13 de noviembre de 2008

MIEDO

Miedo

Se habían reído un poco de él. No mucho pero sí lo suficiente como para que una mente perspicaz como la suya se diera cuenta. No era el primero al que le temblaban las manos o la voz, pero este chico parecía la viva imagen de la muerte cuando empezó a hablar y sin querer se le escapó aquella tontería: “Señores y señoras”. Los del Tribunal sonrieron y él se dio cuenta de que había hecho el ridículo. A partir de ahí ya no supo lo que decía, y eso que los temas que le habían tocado en suerte eran fáciles y los dominaba. Pero ellos habían sonreído y después sus palabras habían perdido el sentido, el orden, la coherencia y la seguridad. Afuera esperaban su padre, que fue Notario con seis años menos de los que él tenía ahora y su novia de toda la vida.
Cuando supieron que los temas que le habían salido eran fáciles y los dominaba se miraron complacidos y aliviados. Su padre le dio un abrazo y dijo: “Venga hijo, vamos a tomar un café hasta que los del Tribunal saquen las notas”.
Dejándose llevar de la mano por su novia, salió a la calle deseando vivamente que les atropellara a los tres un autobús.

Las compañeras del arte

Dos policías recién ingresados en el Cuerpo, y ambos hijos del mismo, fueron los encargados de ir a buscar a las amigas de la víctima. El juez quería salir de dudas respecto del abogado detenido para poder marcharse a casa prontito y para eso necesitaba algo más que las recomendaciones que había recibido de su compañero y del coronel del ejército que con tanto interés habían acudido en su rescate.

- Necesito testigos – Dijo con ese tono de mando aprendido el primer año de profesión, allá en Galicia.

Se adentraron temerosos en la calle de la Ballesta. A esas horas ya empezaban a merodear clientes y prostitutas buscando hacer, antes de la noche, un buen trato, de forma que los chavales uniformados llamaban la atención de todo el que pasaba. Las mujeres les increpaban descaradas.

- ¡Mira que buenos mozos! Guapos, para vosotros hay descuento, prendas.

- ¡Vente pa acá con tu porra!

- ¿Es hoy el baile de disfraces?, Mírame que voy de puta, ja, ja , ja

Uno de ellos, el de Zamora, estaba pasando uno de los peores ratos de su vida. Se había criado con los frailes y no había visto nunca un pecho desnudo y ni siquiera había imaginado que lo vería. Aquellas mujeres le daban miedo y, además, se avergonzaba de lo que veía y de su gorra de plato llamando la atención. El asturiano, más atrevido, decía por lo bajo:

- ¡Me cago en mi mantu! Estas tionas van a linchanos. A ver si parecen pronto les putes esas porque si no marcho y que-y den por culo al juez.

Tuvieron suerte, la compañera de la muerta estaba aún en el cuarto. Abrió la puerta y, al ver a los dos policías, como una aparición cinematográfica en su umbral, dijo con tranquilidad:

- Me parece hijos que os habéis equivocado. Aquí no se hace el DNI.

Ellos le contaron el asesinato y la sujetaron cuando casi se desmayó de la impresión. Los alaridos eran tan fuertes que empezó a llegar gente de todas partes. Los grises no eran capaces de poner orden, así que salieron un poco al pasillo mientras pasaba el bochinche. Un rato después dijeron con suavidad:

- Tenemos que llevarla al Juzgado, hay allí un detenido y su Señoría quiere que usted lo reconozca. ¿Hay alguien más que trabajara con ustedes, que supiera de sus clientes y amigos? Si van dos mejor que mejor.

Qué más quería ella que tener una oportunidad de acabar con alguno de esos cerdos que abusaban de las putas, les robaban, las mataban. Algún loco habría sido, de esos que hay tantos, que lo que quieren no es sexo sino muerte, sangre, degenerados que no dejaban a una trabajar en paz.

Tras el cristal opaco del calabozo, mi padre era ajeno a la sesión de identificación. Le habían dejado un periódico y leía tranquilamente, como si nada, a pesar de que su experiencia le decía que en un Juzgado puede pasar de todo.

Las dos putas miraban a mi padre con ojos interesados. Le oyeron hablar con un funcionario. Se miraban, asustadas.

- No le conocemos. No es de los habituales.

Mi padre estaba bastante crecido después de que el juez le hubiera dado unas palmaditas en la espalda cuando, a eso de las nueve de la mañana del día siguiente a su detención, y nada más salir del calabozo, había ido a darle las gracias.

- Nada, hombre, ya sabe que se le conoce en la casa. Pero tenga usted cuidadito porque la gente habla más de lo debido. Y dele recuerdos a su cuñado

viernes, 6 de junio de 2008

¿Es mi padre un asesino?

¿Es mi padre un asesino?

En una sucia cuneta de la carretera de Andalucía apareció un cadáver de mujer. Su puño cerrado asía con fuerza la cédula de identificación fiscal obligatoria de un vehículo: Seat 1.500, matrícula 662.569, color gris marengo, año 1968. Parecía tener unos cuarenta años y era una fulana callejera que “hacía” la zona centro de Madrid y compartía con otra un cuartucho inmundo en una de las calles traseras de la Gran Vía. La habían apuñalado varias veces y, además, le habían volado el cráneo con una escopeta de perdigones. Los ojos abiertos parecían clavados en lo que había visto por última vez, el nombre que figuraba escrito en la cédula del coche en el que la estaban matando. Ella agarró con fuerza la única pista de su asesino.

Después de varias horas de espera sonó por fin el teléfono.

- Le habla el Juzgado. Se pone el detenido. Les estamos escuchando.

Mi madre tuvo que sentarse para escuchar la voz serena de mi padre. Le estaban haciendo unas preguntas sobre la muerte de una mujer. Parecía que la habían matado en su coche, debían haberlo robado durante la nevada. Tranquila, en seguida se va a aclarar todo. No digas nada a tus padres ni a mi madre. Llama a tus hermanas, tienen que saber lo que hay.

Salió a la terraza para recuperar la respiración. Estaba segura de su inocencia, sabía que era un buen hombre y que su único afán era el de ser aceptado como uno más en la sociedad burguesa y tradicional que ella y su familia representaban aunque, como superviviente de la escuela republicana, fuera un poco rojo a veces. Pero sólo de puertas para adentro, cuando evocaba, en la intimidad del dormitorio, el internado de niños piojosos en el que se había criado y los tristes destinos de algunos de sus compañeros, la cárcel, el exilio, una sucia barbería en el barrio de Tetuán y también el desprecio de los señoritos y la vergüenza de su madre sin marido. Pero él quiso siempre prosperar y ser uno de esos gomosos hijos de papá que se paseaban por la Castellana con los skys al hombro y veraneaban y se sentaban en las terrazas a tomarse una leche merengada, quizá se imaginaba hijo legítimo de su padre, miembro de esa familia de marinos ilustres, ministros, amigos de Franco. Estudió por las noches cuando volvía de ese trabajo en el que había empezado con trece años, en plena guerra. Hizo el examen de Estado vestido de soldado y se animó a estudiar una carrera con libros prestados. Quería llevar a su madre un título universitario, unos zapatos hechos a medida, un coche grande. La quería profundamente y ella a él, los dos tan parecidos, cuatro ojos de un azul intenso que habían llorado tantas veces a la vez. Por eso no era posible que hubiera tirado todo por la ventana, ahora que las cosas parecían rodar hacia el destino que tan duramente había ido dibujando. Estaba segura, pero qué ironía que fuera precisamente él quien se veía envuelto en la muerte de una asquerosa fulana de arrabal.


Llamó enseguida a sus hermanas, una casada con un juez, con un militar la otra. La ley y el orden, los apellidos dobles, la buena educación. Su marido necesitaba su apoyo, pero no para sacarle del apuro, para eso bastaba su honradez, sino para sentirse respetado, aceptado, querido. Uno de ellos.

El cuñado juez se desplazó a toda prisa desde la capital de provincia cercana a Madrid en la que había alcanzado su puesto en la Audiencia, en otro 1.500 para hablar con su colega de guardia esa noche en las Salesas. Menudo asunto. Pero sabía que no podía fallarle. Se conocieron haciendo la mili y luego se casaron con las dos hermanas, hijos únicos los dos, hermanos ahora. ¿Cómo se quiere a un hermano? ¿Se puede, por uno, pedir un trato de favor a un compañero, a un Juez? Deseaba con todas sus fuerzas que, para cuando él llegara a Madrid, ya se hubiera aclarado todo por no tener que elegir entre su carrera y su corazón.

El militar, por su parte, precavido y asombrado. ¿Sería posible que su cuñado tuviese una doble vida, que estuviese metido en ese submundo de mala muerte? Es verdad que a veces era un poco de la cáscara amarga pero de ahí a matar a una fulana había un gran trecho. ¿Y si se enterase el Almirante? Deseaba aún con más fuerza que todo se aclarase para no tener que justificarse ante sus compañeros en la Sala de Oficiales.

Las dos hermanas se hicieron cargo de la situación, como siempre, dejando que mi madre se abandonara a la autocompasión, un poco forzada esta vez.

- Hala, los niños a la cama, que estamos hablando los mayores.
- Es que a papá le han robado el coche y por eso llora tu mamá pero en seguida se va a arreglar todo. Hala, a dormir.

Ni que decir tiene que mis hermanos y yo sabíamos que pasaba algo y gordo, si no ¿por qué estaban los tíos en casa? ¿Por qué mi madre no me había regañado al ver el babi del cole manchado de tinta china? Algo se estaba cociendo y a nosotros nadie nos decía nada. Mientras mis hermanos obedecían confortados con las explicaciones, yo me escondí tras la puerta para escuchar. No entendía lo que ocurría pero mi madre lloraba y no era por el coche. ¿Se habría muerto mi padre? ¿Se habría marchado de casa para siempre?

viernes, 9 de mayo de 2008


Y Llegó el 1.500.

Mi padre fue a un juicio a Tomelloso con Don Martín, uno de sus mejores clientes, en el 1.500 que había comprado el buen señor una semana antes. En el asiento del acompañante disfrutaba del amanecer dejándose transportar a algún día lejano cuando aún su madre se atrevía a llevarlo a ese otro pueblo de la Mancha unos días en verano, cuando aún no había llegado la guerra y tras ella el cura que no admitía a los hijos de soltera en Misa y él no era más que el chico de la Agustinilla, el madrileño. Trigo, ovejas, calor, moscas, boinas y pañuelos de cuadros atados con cuatro nudos, como entonces.


Cuando terminó de informar, en aquel juicio sin importancia, tenía tanto calor bajo la toga, que rogó un vaso de agua. El agente judicial, arrastrando indolente sus pies hacia el estrado, le acercó el botijo con agua fresquita.

- Con la venia de Su Señoría.- Mi padre siempre respetuoso con las formas.

Alzó con garbo el botijo y bebió un buen trago de agua anisada mientras el Juez hacía gestos de comprensión y hastío.

Al terminar, él y Don Martín esperaron a que hicieran sombra las casas de la acera de enfrente a la del Juzgado para salir y luego, andandito despacio por una calle larga, blanca y desierta, se fueron a comer a la fonda. Conejo, duelos, migas y berenjenas. Y un vino de Valdepeñas, o de donde quiera que fuese, que sólo bebía Don Martín y que en la sobremesa se mezcló con un poco de coñá y un poco después con otro poco más.

Mi padre contaba después que estuvo casi todo el tiempo dando vueltas en su cabeza a si sería capaz de conducir el coche para que el otro durmiese la mona, o para que no se matasen. Pero, claro, el 1.500 tenía las marchas al volante y era tan, tan grande que no se atrevió a acometer la aventura. Unas horas más tarde de lo previsto pudo sacar a Don Martín de la fonda para ponerse en carretera hacia Madrid.

La noche pareció llegar más temprano que nunca, mi padre, sin dejar de hablar para que el otro no se durmiese, no veía el momento de llegar. En la cuneta, un poco más allá de Puertolápice había un camión averiado. El conductor había encendido una hoguera al lado para llamar la atención de los conductores. Don Martín no entendió el aviso y empotró el coche bajo el camión. Mi padre, ante la inminente hecatombe, intentó proteger su cabeza con el brazo de forma y el omega se le incrustó en la frente.

Mi madre salió al balcón para verle llegar: ¿vendría medio muerto?


La Guardia Civil le trajo a casa. El cabo le puso como pudo el sombrero sobre la cabeza ensangrentada y le acompañó al portal.

- Suerte

- Muchas gracias, agente, para servirle -Apenas conservaba una línea de voz, pero, como siempre, fue respetuoso con las formas.

A la mañana siguiente los tres hijos fuimos entrando en el dormitorio para ver a mi padre que, hecho una ruina, vendado y dolorido, estaba metido entre las sábanas de hilo que nunca se habían estrenado porque no había habido ocasión de lucirlas ante las visitas.

El mayor, sólo ocho años.

-Mamá, si papá se muere no podré ir más al colegio y tendré que ponerme a trabajar. Como soy el mayor…

El segundo, seis.

- ¡Jo, que torta! Y ¿tú por dónde ibas? ¿y cómo ha quedado el coche?

La pequeña, medio llorando, abrazada a él.

- ¿Te duele?

El primer día que pudo levantarse de la cama fue para salir a recibir a Don Martín porque mi madre no quiso ni siquiera abrirle la puerta. Le traía un Omega nuevo. De oro. Un mes después se murió, no sé si de resultas del accidente, del disgusto o del Valdepeñas y no vio estimada esa demanda cuya defensa había resultado tan cara.


Unos días después, cuando mi padre pudo salir a la calle, lo primero que hizo fue encargar un 1.500 porque si llegan a ir en el 600, decía siempre, no lo cuentan.

Y es verdad que era muy grande. En el asiento corrido de delante iba el mayor entre mis padres. En el de atrás, todos apelotonados, la abuela, la tía, más niños.

La primera nevada de invierno cubrió los coches de todo el Barrio de la Concepción, así que esa mañana mi padre tuvo que coger un taxi para ir a trabajar. Ya intentaría arrancar el 1.500 después de comer.

Estábamos con los filetes rusos cuando sonó el timbre de la puerta. Abrió la Rufi y, al poco, entró al comedor:

- Preguntan por el señorito. Son dos y uno me ha enseñado una galleta.

Era la Policía; enseñaron a mi padre la placa.

- ¿Dónde está su coche? Acompáñenos. Ahora mismo. Coja el sombrero y el abrigo, la documentación.

El 1.500 no estaba donde había quedado aparcado la tarde anterior. Mi padre no tenía explicación alguna. Los policías cruzaron la mirada.

- Ha habido un asesinato. Queda detenido.

- Y no vuelva a decirnos que es usted abogado.


(…)

martes, 29 de abril de 2008

EL POLVORIN JUDICIAL
No tengo tiempo de leer mucho porque, con la que está cayendo por los Juzgados, más me vale no levantar la vista del ordenador. ¿Leísteis las declaraciones o entrevista del Juez Palop? La mayoría de los jueces con los que he tenido la oportunidad de hablar del tema coinciden en opinar que la denuncia de la situación en los medios es una "curación en salud" ante la inminente explosión del "polvorín" en que se han convertido las ejecutorias penales y, la mayoría de esa mayoría, justifican, en este sentido, al juez Palop en su aparición pública como manera de prevenir una eventual responsabilidad profesional si, como ha pasado en casos como el de Mary Luz, un fallo o, simplemente una falta de diligencia, lleva a consecuencias dramáticas. El tema merece una reflexión, y no me refiero sólo a la situación de sobrecarga de la justicia sino a la oportunidad de usar los medios como recurso de exculpación en relación con casos de desatención, retraso o negligencia en el desempeño de las funciones judiciales. Es cierto que, a veces, la denuncia pública es la única vía de llamar la atención de quienes tienen capacidad de tomar decisiones respecto de un concreto problema y también lo es que, en el caso de la violencia de género en particular y de las ejecutorias penales en general, la ley que elevó a prioridad la persecución de estos delitos no previó adecuadamente las necesidades reales en orden a garantizar el cumplimiento de las penas que, por tal motivo, se impusieran. Pero, a mi modesto modo de ver, quizá deben evitarse los personalismos victimistas individuales y usar los mecanismos de representación y asociativos no sólo para denunciar sino también para proponer medidas concretas, reales, rápidas y eficaces para abordar la inmensa carga que algunos juzgados soportan (no todos) y entre las cuales habría que incluir la coordinación entre los proyectos de ley y las infraestructuras necesarias para llevarlas a la práctica así como la reforma de leyes procesales anticuadas y el desarrollo del diseño de una oficina judicial capaz de asumir con eficacia las funciones no estrictamente judiciales.Así, a vuela pluma, me parce interesante destacar que el problema no estriba en el enjuiciamiento de los asuntos ni en el dictado de sentencias, sino en su ejecución puesto que es en ese momento cuando se encuentran las dificultades de hallar al culpable y hacerle cumplir la pena. No puede tampoco olvidarse que los jueces, a los que, con alguna razón, se nos tacha de “productivistas”, estamos siendo evaluados, en orden a la valoración de la productividad, únicamente por el número de sentencias dictadas, con un olvido patológico de la ejecución, aún a pesar de que la función constitucional de los órganos judiciales es JUZGAR y HACER EJECUTAR LO JUZGADO. Al hilo de esta última idea no estaría de más que el Consejo General del Poder Judicial dejara de jugar a la política y se pusiera a hacer los deberes adecuadamente (muchos congresos, estudios, chóferes oficiales, viajes al extranjero y, mientras tanto, la casa sin barrer). Pero no puede olvidarse tampoco la enorme dificultad operativa derivada de que, en materia de justicia, las competencias están repartidas entre el CGPJ, el Ministerio de Justicia y las CCAA (de hecho, la huelga funcionarios que ha paralizado la justicia en media España durante más de dos meses surgió de una diferencia entre los sueldos de unas y otras CCAA). Una vez más se trata de un asunto de dinero, se necesitan más jueces y, además, bien repartidos y se necesita también un infraestructura en la oficina judicial capaz de afrontar con responsabilidad el trabajo administrativo y se necesitan medios informáticos adecuados (aún hoy en día los programas que se usan no están unificados, no sirven para intercambio de archivos, ni siquiera entre el Juez y la oficina judicial, no hay conexión coordinada con la policía, centros penitenciarios etc.)Perdónenme por el desahogo. Pero leo y oigo tantas tonterías al cabo del día que no puedo por menos que decir algo para aburrir a todos. Espero con ansiedad las vacaciones para leer todos vuestros blogs sin sentimiento de culpa.

lunes, 14 de abril de 2008



UN SEAT 1.500

I. Al principio fue el 600
Cuando le descubrió los ojos, ella vio, allí, aparcado delante de su casa, un seiscientos del mismo color verde que los arbustos del parque que había frente a la ventana de nuestro cuarto de estar. Una vez más la sorpresa no superaba la ilusión de ver la expresión de su marido mirándola a ella. Sabía que era el momento de actuar, con toda su pasión, para hacerle a él un regalo mucho más hermoso que el suyo. Unas lágrimas de alegría, un abrazo y un poco de bailoteo alrededor de ese pequeño artilugio que, de un golpe, le había hecho subir tantos peldaños en la escala de valores de las vecinas del barrio.
- Es para llevar a los niños a la Primera Comunión. ¿No querrías haber ido en el metro?
A mi padre siempre le gustaron las sorpresas y, como nunca había recibido una, se desquitaba dando a su mujer unos sobresaltos que ella no siempre entendía pero que siempre agradecía de la forma más adecuada al precio del regalo e, incluso, a veces, de todo corazón, como el día en que los Reyes trajeron la tele y la dejaron en la otra punta de la casa y no la encontró hasta pasadas las doce de la mañana. Ahí sí que le pilló desprevenida y casi, casi, se quedó sin saber qué decir o qué hacer.
- Es para que no tengas que ir a casa de la vecina a ver la boda de Fabiola.

El uno de mayo un fraile y una monjita de siete años cruzaron Madrid en su coche nuevo, con un alboroto quizá algo irreverente en un día en el que debían haber estado calladitos y quietos como ángeles. Pero eran demasiadas emociones. Mi hermano, que había berreado sin mesura alguna cuando le pusieron los calzoncillos caladitos que mi abuela le había comprado para ese día, gritaba loco de alegría y abrazaba a mi madre, demostrando así una capacidad de expiación que me produjo una enorme tranquilidad al espantar en mí el temor de que su comunión pudiera ser sacrílega ante el indudable pecado de rebelión cometido por culpa de los dichosos calzoncillos caladitos.

Nuestro hermano mayor sacó la máquina de fotos de su funda de cuero con toda la lentitud que pudo, sin duda para que alguien le concediese siquiera un momento de atención en ese día en que sus hermanos, pequeños pero siempre sabihondos, acaparaban la de todos los cotillas que rodeaban el seiscientos verde y veían salir sus cabecitas, con y sin capucha, con y sin libro de oraciones, juntos, separados y con su mamá, de la ventanilla delantera.

Disfrutamos mucho con el seiscientos, incluso hicimos un servicio a la patria con él meses después cuando un tío mío, padre de familia numerosa y poseedor de otro de color blanco, recibió el encargo del Coronel Jefe de algún departamento del Ministerio del Aire, Marina o Tierra, de seguir a unos personajes que iban a llegar a Barajas con no sé qué intenciones subrepticias, a juicio del Coronel, claro está, con el fin de averiguar su destino final. Allá fuimos las dos familias, cada una en su seiscientos, los mayores disimulando haber ido al aeropuerto a que los niños viéramos los aviones por la cristalera. Nosotros, ajenos entonces a los vericuetos del espionaje en el que participábamos, mirábamos los aviones y oíamos hablar en inglés por primera vez en nuestras vidas por los altavoces. Repentinamente, mi padre y mi tío nos empujaron hacia los coches, con cara de pocos amigos, mientras mi madre y su hermana nos agarraban fuertemente de las muñecas y, musitando alguna jaculatoria, nos metían en los coches que ellos ya habían arrancado. Delante, un mercedes deportivo, impresionante para todos, blanco, creo, con tres personas dentro con pinta de extranjeros, arrancó a toda velocidad dejando atrás, al poco, a los dos cuñados a pesar de que los motores de los humildes seiscientos habían alcanzado su récord de velocidad. Mi tío paró el coche en la cuneta y mi padre el suyo detrás. Mientras el primero gritaba todas las palabrotas de su repertorio andaluz, mi padre se doblaba de risa en sus propias barbas.

- ¡Cuñado, de esta te dan la de sufrimientos por la patria!


(…)

miércoles, 9 de abril de 2008


Queridos Júbilo matinal y allegados:
Ni siquiera bajo la más cruel de las torturas revelaré la forma en que llegué a tu blog. Digamos que fue antes de un otoño. Desde entonces he disfrutado mucho leyendo no sólo lo que tu escribes sino también lo de tus amiguetes, en especial Dani Maggio, Cigarra (¿tu hermana Josefina?), Miroslav. Lo malo es que trabajo mucho menos de lo que debiera por vuestra culpa y, claro, el Inspector del Consejo General del Poder Judicial no va a considerar como atenuante del inevitable descenso de mi ritmo productivo de sentencias la alegación de que lo hago para purificar mi contaminado espíritu de rata de juzgado a través de la lectura de algo diferente a los habituales “considerandos”, “suplicos” y “otrosíes”. Estoy dispuesta a aceptar el castigo que me imponga, incluso aunque sea carcelario, siempre que me permita tener un ordenador con acceso a internet. Ahora que lo pienso bien, si no fuera por lo que pegan las presas grandes a las pequeñas en Yeserías, no me importaría pasar una temporadita a la sombra con mi ratón (sí, el de Susanita, que ahora además de comer bolitas de anís me conecta con el mundo).

No me he atrevido a escribir hasta que he leído el post sobre tu declaración testifical. Ahí ya no me he podido resistir y, a pesar del complejo de inferioridad que me causa vuestro alto nivel literario, he cometido la tontería de prometer que os contaría cosas desde el otro lado del estrado.Como todavía mi desfachatez no ha llegado a tanto como para escribir mis vivencias (vaya palabreja) con la toga y puesto que las de la bayeta son igualitas que las vuestras, empezaré por unos “obiter dicta”.

Primero: Ayer escribí una horrible prueba de autor en el blog que ya he tenido la decencia de borrar.

Segundo: Habida cuenta de mi proverbial auto-sub-estimación (esta palabreja ya es la repanocha), nada más crear el blog he empezado a odiar el titulito y el nombrecito así que me propongo buscar otros un poco más, ¿cómo diría yo?, apropiados (seguro que me saldrán pedantuelos).

Tercero: El corrector automático de Word que tiene el ordenador del Juzgado cambia la palabra magistrada por magistrado TODAS LAS VECES y no puedo arreglarlo porque el administrador del sistema esta blindado, lo cual me resulta muy, pero que muy, sospechoso. En vista de eso a partir de ahora el listillo ese va a pasar a ser “la correctora” de Word porque, si nos ponemos reivindicativos, no sé porqué no se puede decir la ratona, la servidora de internet (que no soy yo), la administradora de sistemas (que debe ser un tía repelente) etc.
Y uno más. Una duda trascendental me ha venido corroyendo desde mis primeras sentencias, y que seguro que alguien me la aclarará y que es si, en el encabezado de una sentencia, después de la fórmula “….tras haber visto los presentes autos”, debe decirse “en que han sido parte Fulano y Mengano” o “en que han sido partes Zutano y no sé quién era el otro”. Me imagino que hay que distinguir entre “tomar” parte en un proceso y “ser” parte interesada, incluso a veces con sus propias partes (chiste malo, perdón). O sea que como dice la parte contratante de la primera parte me estoy liando un poco, pero es lo que tiene estar todo el día entre abogados.

Por hoy ya está bien. Sólo un chascarrillo judicial auténtico, cosecha del 2003. El Agente Judicial da la voz de audiencia pública, entra en la sala un grupo de gente. La Magistrada pregunta:

- ¿Son ustedes los actores?
Y uno, extrañado, contesta:
- No señora, nosotros somos ferroviarios.

S.R.C.