
No me resisto a transcribir lo que uno de mis hermanos escribe sobre otro (el que cumple 50 años) a requerimiento de nuestra común cuñada y para incluirlo en un libro para la fiestecita sorpresa de marras.
No le he pedido permiso para publicarlo. Si se entera me mata, así es él de discreto (y así soy yo, ya lo sabe él).
"Y qué puedo decir. Qué puedo añadir sensato sin caer en la sensiblería, "sensitive or sensible", viejos y no tan falsos amigos. Dejémonos guiar por los sentidos y apuntemos, de entrada y para que vayan por delante, las dos sencillas y rotundas emociones que me embargan: que los cincuenta años de mi hermano me impresionan más que los que yo cumplí y que siempre lamento que no pasemos más tiempo juntos, que no hablemos más, que no nos veamos con más frecuencia.
Tengo la sensación de que nosotros nunca hemos mantenido lo que suele entenderse como una relación fraternal. Apenas guardo más recuerdos infantiles juntos que los meramente referenciales. Simplemente estaba allí, como la puerta abatible de la cocina o el tacto del asiento de eskay del coche familiar. A veces jugábamos, rara vez discutíamos y nuestras confidencias eran muy ocasionales. Era un niño enérgico, al que temía en ocasiones y del que me fui alejando a medida que nos condicionaba más a los dos la relación con nuestro padre. La adolescencia la vivimos separados, en la misma casa, muchas veces en la misma habitación, pero distantes. Siempre fue mejor estudiante que yo y más claro ejemplo de comportamiento y aplicación, pero lo cierto es que esta circunstancia no me produjo jamás el mínimo sentimiento de animadversión; tampoco de acicate. Nos observábamos, supongo, como el indio y el romano en el descanso del rodaje de los estudios cinematográficos comiendo un bocadillo.
Todo esto cambió sin embargo un día, en un instante. No podría precisar por qué ni cómo, ni siquiera cuándo, pero recuerdo perfectamente su paladar. Desde entonces fuimos mucho más que amigos, mucho más que hermanos, una buena parte de nuestro futuro por delante, siempre unidos, entendiéndonos sin mirarnos, descubriendo la vida en cada rincón, una vida que nos apresurábamos a compartir, a debatir, a exprimir. Nunca he sido tan feliz como durante nuestros primeros años juntos. No importaba nada que la ventana se abriera a un muro ciego ni que no quedara cena ni que de nuevo nos llamaran porque la clase se había quedado sin cubrir. Éramos lo que queríamos ser.
Y todo empezó con un café irlandés. Servido con delectación, con parsimonia casi mesiánica en aquella casa minúscula de la colmena del Paseo Donostiarra. Ni siquiera recuerdo el nombre del pariente antiburgués, sólo la forma de mesarse las barbas y la explicación de cómo se elabora el brebaje manteniendo firme la cucharilla para verter la nata. Fue nuestro despertar a un mundo de nuevas e insospechadas sensaciones.
Después de todos estos años, creo que nuestra vida se resume en aquella ceremonia. Una primera capa dulce, de risas y amigos, de juergas y militancias, de noches y de humo, la espuma de los días blancos y felices. El café ha de ser amargo, pues no se puede remover el azúcar, pero se bebe cuando todavía quedan restos de nata en los labios, por lo que la intensidad, la profundidad del sabor de la vida se hace placentero y reconfortante. Y más allá, con la boca despertando a otra temperatura, estalla el licor con aroma a madera, el verdadero latido de la existencia que cada cual siente a su manera en su interior más profundo. No hay frío ni calor sino una sinfonía de texturas que gozas, descubres y cultivas como culminación del proceso.
Después de tanta leche con Nesquik, se nos abría un mundo de sabores, de emociones y de significados al que no hemos renunciado y que nos inmuniza contra los false friends. No nos vemos mucho, es cierto, pero estamos unidos para siempre desde que saboreamos juntos, cerrando los ojos, aquel exquisito café irlandés. Salud. "
No le he pedido permiso para publicarlo. Si se entera me mata, así es él de discreto (y así soy yo, ya lo sabe él).
"Y qué puedo decir. Qué puedo añadir sensato sin caer en la sensiblería, "sensitive or sensible", viejos y no tan falsos amigos. Dejémonos guiar por los sentidos y apuntemos, de entrada y para que vayan por delante, las dos sencillas y rotundas emociones que me embargan: que los cincuenta años de mi hermano me impresionan más que los que yo cumplí y que siempre lamento que no pasemos más tiempo juntos, que no hablemos más, que no nos veamos con más frecuencia.
Tengo la sensación de que nosotros nunca hemos mantenido lo que suele entenderse como una relación fraternal. Apenas guardo más recuerdos infantiles juntos que los meramente referenciales. Simplemente estaba allí, como la puerta abatible de la cocina o el tacto del asiento de eskay del coche familiar. A veces jugábamos, rara vez discutíamos y nuestras confidencias eran muy ocasionales. Era un niño enérgico, al que temía en ocasiones y del que me fui alejando a medida que nos condicionaba más a los dos la relación con nuestro padre. La adolescencia la vivimos separados, en la misma casa, muchas veces en la misma habitación, pero distantes. Siempre fue mejor estudiante que yo y más claro ejemplo de comportamiento y aplicación, pero lo cierto es que esta circunstancia no me produjo jamás el mínimo sentimiento de animadversión; tampoco de acicate. Nos observábamos, supongo, como el indio y el romano en el descanso del rodaje de los estudios cinematográficos comiendo un bocadillo.
Todo esto cambió sin embargo un día, en un instante. No podría precisar por qué ni cómo, ni siquiera cuándo, pero recuerdo perfectamente su paladar. Desde entonces fuimos mucho más que amigos, mucho más que hermanos, una buena parte de nuestro futuro por delante, siempre unidos, entendiéndonos sin mirarnos, descubriendo la vida en cada rincón, una vida que nos apresurábamos a compartir, a debatir, a exprimir. Nunca he sido tan feliz como durante nuestros primeros años juntos. No importaba nada que la ventana se abriera a un muro ciego ni que no quedara cena ni que de nuevo nos llamaran porque la clase se había quedado sin cubrir. Éramos lo que queríamos ser.
Y todo empezó con un café irlandés. Servido con delectación, con parsimonia casi mesiánica en aquella casa minúscula de la colmena del Paseo Donostiarra. Ni siquiera recuerdo el nombre del pariente antiburgués, sólo la forma de mesarse las barbas y la explicación de cómo se elabora el brebaje manteniendo firme la cucharilla para verter la nata. Fue nuestro despertar a un mundo de nuevas e insospechadas sensaciones.
Después de todos estos años, creo que nuestra vida se resume en aquella ceremonia. Una primera capa dulce, de risas y amigos, de juergas y militancias, de noches y de humo, la espuma de los días blancos y felices. El café ha de ser amargo, pues no se puede remover el azúcar, pero se bebe cuando todavía quedan restos de nata en los labios, por lo que la intensidad, la profundidad del sabor de la vida se hace placentero y reconfortante. Y más allá, con la boca despertando a otra temperatura, estalla el licor con aroma a madera, el verdadero latido de la existencia que cada cual siente a su manera en su interior más profundo. No hay frío ni calor sino una sinfonía de texturas que gozas, descubres y cultivas como culminación del proceso.
Después de tanta leche con Nesquik, se nos abría un mundo de sabores, de emociones y de significados al que no hemos renunciado y que nos inmuniza contra los false friends. No nos vemos mucho, es cierto, pero estamos unidos para siempre desde que saboreamos juntos, cerrando los ojos, aquel exquisito café irlandés. Salud. "