martes, 18 de noviembre de 2008

un par de peldaños


Quiero dedicar lo que escribo a mi padre, Carlos, al cual no me atrevo a poner apellido dado el gran número de posibilidades a elegir; podría ser Sánchez, García, Vital o Salas, todos los que usó o debió usar, pero prefiero dejarlo así, por ahora. Y se lo dedico a él porque ahora que ha muerto no podrá sonrojarse.

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Para empezar por el principio, hay que remontarse a 1889, Atienza, Guadalajara. Una chiquilla de apenas 16 años está dando a luz en una pequeña choza sin más compañía que la de su marido, otro chiquillo como ella que está muy asustado, a pesar de haber visto a tantas cabras parir en el monte. Nadie puede venir a ayudarles porque la última nevada del año ha cubierto las puertas de todas las casas y casi la mitad de las ventanas, además es de noche, hay hielo y barro y algunos dicen que han visto al lobo. Ella no tiene madre, su marido tampoco, nunca la tuvo porque le abandonó al poco de nacer en aquellas salinas donde le encontró el que sería su suegro cuando pastoreaba las cabras a principios de un verano.

La chica se arregla sola, no llora, no grita, no mira a su marido. Se hace largo, muy largo. Cuando ya las fuerzas empiezan a fallar, siente unas intensas ganas de apretar. Ella misma coge al niño con las manos y tira de él. Está entero y parece sano. No es tan difícil, piensa la chiquilla, sin saber que su valentía, al correr la voz por la comarca, la convertiría en la partera de la comarca.

Él no quiere coger al niño, sólo la mira a ella, tan resuelta, tan tranquila que le parece que Dios se ha acordado de él por fin, la quiere, la quiere desde que tuvo uso de razón; desde que se casaron ya no había vuelto a tener miedo de la noche, ni de la pobreza, era lista como una ardilla y, ahora, era madre. A ella le parece que ese animalillo que aprieta en sus brazos tiene la piel blanquísima de su padre cuyo pelo rubio, casi albino y sus profundos ojos azules delataba que su origen estaba muy lejos de Atienza, quizá en la tierra de uno de esos militares que pasaron por allí camino a no se sebe qué guerra; los mira a los dos y sonríe satisfecha, ella también le ama aunque no sea capaz de poner nombre al sentimiento.

Después de ese hijo vinieron diez más, nueve varones, todos sanos y enteros, y una niña flaca y fea. El mayor era el más listo, aprendió a leer a la luz de una vela con las pocas indicaciones que daba el cura después de misa a un grupo de niños harapientos y mocosos, raquíticos por lo general y la mayoría incapaces de sujetar el lápiz con una sola mano.

Se llamaba Martín, Martín Salinas, era rubio, delgado, listo y rápido como un rayo, trabajador, serio y, sobre todo, ambicioso. Tenía pocos amigos porque no se fiaba de nadie, era tan espabilado para las cuentas que a los nueve años se lo llevó con él un vendedor ambulante de telas que le cargaba como a un burro y, sólo otros dos después, se fue a Madrid, con otro comerciante que se lo birló al primero llevándoselo una noche a todo el galope del que es capaz una mula mientras el otro dormía. En Madrid lo colocaron en un almacén de tejidos de un tío lejano del comerciante, en la calle Imperial. Como no le daban casi de comer y le trataban peor que a la mula, al cabo de unos meses se colocó en una tienda de ultramarinos en la lejana calle Amaniel en la que el dueño le permitía dormir bajo el mostrador, además de darle la comida y unos céntimos e, incluso, dejarle salir de paseo casi todos los domingos por la tarde después de sacar lustre al mostrador y al letrero que, en el chaflán decía: “El Abc”. Los dueños le tomaron afecto porque no robaba el género, trabajaba sin quejarse y vendía a tiempo lo que estaba a punto de estropearse.
Algún día tendré mi propia tienda –pensaba- traeré a mis hermanos y seré el amo.

En Madrid aprendía algo nuevo todos los días y veía cosas que casi nunca recordó después, fuera del episodio de la bomba de Mateo Morral que vio desde la esquina de la calle Mayor y que le dejó un recuerdo profundo de sangre y gritos y un primer sentimiento de sorpresa ante la evidencia de que había gente que se rebelaba contra el orden establecido. Al fin y al cabo, el rey era quien mandaba y eso, a él, siempre le pareció digno de todo respeto. El orden era lo más importante, el orden y la autoridad.
(Continuará…)

jueves, 13 de noviembre de 2008

MIEDO

Miedo

Se habían reído un poco de él. No mucho pero sí lo suficiente como para que una mente perspicaz como la suya se diera cuenta. No era el primero al que le temblaban las manos o la voz, pero este chico parecía la viva imagen de la muerte cuando empezó a hablar y sin querer se le escapó aquella tontería: “Señores y señoras”. Los del Tribunal sonrieron y él se dio cuenta de que había hecho el ridículo. A partir de ahí ya no supo lo que decía, y eso que los temas que le habían tocado en suerte eran fáciles y los dominaba. Pero ellos habían sonreído y después sus palabras habían perdido el sentido, el orden, la coherencia y la seguridad. Afuera esperaban su padre, que fue Notario con seis años menos de los que él tenía ahora y su novia de toda la vida.
Cuando supieron que los temas que le habían salido eran fáciles y los dominaba se miraron complacidos y aliviados. Su padre le dio un abrazo y dijo: “Venga hijo, vamos a tomar un café hasta que los del Tribunal saquen las notas”.
Dejándose llevar de la mano por su novia, salió a la calle deseando vivamente que les atropellara a los tres un autobús.

Las compañeras del arte

Dos policías recién ingresados en el Cuerpo, y ambos hijos del mismo, fueron los encargados de ir a buscar a las amigas de la víctima. El juez quería salir de dudas respecto del abogado detenido para poder marcharse a casa prontito y para eso necesitaba algo más que las recomendaciones que había recibido de su compañero y del coronel del ejército que con tanto interés habían acudido en su rescate.

- Necesito testigos – Dijo con ese tono de mando aprendido el primer año de profesión, allá en Galicia.

Se adentraron temerosos en la calle de la Ballesta. A esas horas ya empezaban a merodear clientes y prostitutas buscando hacer, antes de la noche, un buen trato, de forma que los chavales uniformados llamaban la atención de todo el que pasaba. Las mujeres les increpaban descaradas.

- ¡Mira que buenos mozos! Guapos, para vosotros hay descuento, prendas.

- ¡Vente pa acá con tu porra!

- ¿Es hoy el baile de disfraces?, Mírame que voy de puta, ja, ja , ja

Uno de ellos, el de Zamora, estaba pasando uno de los peores ratos de su vida. Se había criado con los frailes y no había visto nunca un pecho desnudo y ni siquiera había imaginado que lo vería. Aquellas mujeres le daban miedo y, además, se avergonzaba de lo que veía y de su gorra de plato llamando la atención. El asturiano, más atrevido, decía por lo bajo:

- ¡Me cago en mi mantu! Estas tionas van a linchanos. A ver si parecen pronto les putes esas porque si no marcho y que-y den por culo al juez.

Tuvieron suerte, la compañera de la muerta estaba aún en el cuarto. Abrió la puerta y, al ver a los dos policías, como una aparición cinematográfica en su umbral, dijo con tranquilidad:

- Me parece hijos que os habéis equivocado. Aquí no se hace el DNI.

Ellos le contaron el asesinato y la sujetaron cuando casi se desmayó de la impresión. Los alaridos eran tan fuertes que empezó a llegar gente de todas partes. Los grises no eran capaces de poner orden, así que salieron un poco al pasillo mientras pasaba el bochinche. Un rato después dijeron con suavidad:

- Tenemos que llevarla al Juzgado, hay allí un detenido y su Señoría quiere que usted lo reconozca. ¿Hay alguien más que trabajara con ustedes, que supiera de sus clientes y amigos? Si van dos mejor que mejor.

Qué más quería ella que tener una oportunidad de acabar con alguno de esos cerdos que abusaban de las putas, les robaban, las mataban. Algún loco habría sido, de esos que hay tantos, que lo que quieren no es sexo sino muerte, sangre, degenerados que no dejaban a una trabajar en paz.

Tras el cristal opaco del calabozo, mi padre era ajeno a la sesión de identificación. Le habían dejado un periódico y leía tranquilamente, como si nada, a pesar de que su experiencia le decía que en un Juzgado puede pasar de todo.

Las dos putas miraban a mi padre con ojos interesados. Le oyeron hablar con un funcionario. Se miraban, asustadas.

- No le conocemos. No es de los habituales.

Mi padre estaba bastante crecido después de que el juez le hubiera dado unas palmaditas en la espalda cuando, a eso de las nueve de la mañana del día siguiente a su detención, y nada más salir del calabozo, había ido a darle las gracias.

- Nada, hombre, ya sabe que se le conoce en la casa. Pero tenga usted cuidadito porque la gente habla más de lo debido. Y dele recuerdos a su cuñado